Lo primero es lo primero, y lo primero que uno hace al entrar donde pretende ser su nuevo hogar, es sudar por el. Hay que sumergirse de lleno, ponerse ropa de faena e impregnarse de toda la porquería que tenga el lugar. Revolcarse, lanzar las pelusas al aire, como hace el Tio Gilito con las perras en su cámara llena de monedas de oro.
Como hay decenas de tipos de mierdas distintas con las que me he encontrado, no puedo enumerarlas todas aquí. Pero hoy me quiero centrar en el pelo. Y digo pelo, que no pelusa. He renunciado a fotografiar las ingentes cantidades de pelos negros, blancos, y blanco y negro que he encontrado en cada rincón o planicie de esta casa. Pelo dentro del frigorífico, en el lavabo y baño. Pelo en todos y cada uno de los armarios y cajones de la cocina. Pelo en cada rincón del suelo, rail de persiana, y el sofá, no, mejor no hablamos del sofá, tampoco es cuestión de ponerme a tener arcadas y terminar redecorando el teclado con el que escribo.
En un primer análisis pensé que la muchacha que aquí me precedía había tenido algún tipo de animal. Por los estornudos que encadené pensé en un gato, o quizá un puma. Después caí en la seguridad de que, aunque mi nuevo casero (de ahora en adelante Il Capo) me había asegurado que antes que yo había vivido una muchacha, a la que si bien el no llegó a conocer tenía una madre educadísima, yo tenía en la certeza de que lo que allí vivía era un Ewok. Ninguna otra explicación puede determinar tal cantidad de pelamen. Cuando “pequeña jilguero” se percató, por una foto del día de mi primera visita al piso, de la existencia de un maniquí especial para cosplayers, ya no cabía duda. Esta había sido la casa de Chewaka.